Al Perfume de las Flores.
El frío y el viento lo llamaron a aparecer nuevamente en la pradera al pie de la montaña. Fuerte, viejo, experimentado. Cicatrices de mil batallas cubren su negro pelaje, ahora matizado por pelillos blancos indicando su edad; fuerte, viejo, experimentado. La mortal dentadura, los verdes ojos fríos y sin sentimientos de ternura o piedad, las orejas alertas buscando la presa, la nariz sensible a la menor brizna de la sutil fragancia del miedo. Muy fuerte, muy viejo, muy experimentado. Su cachorro ha crecido, se ha independizado, está formando una manada nueva; el otro lobezno blanco, definitivamente se lo llevó el río, lo buscó hasta convencerse. Regresa a su territorio, la montaña helada llena de recuerdos, de presas, de caza, de cuevas para protegerse. Fuerte, viejo, experimentado. Solo.
Llegó con el viento, una suave brisa le acercó el sonido de una voz. Suave, dulce, inocente. Venteó en la dirección del desconocido sonido. Nada. Tal vez algún venadillo haciendo pie en la vida, algún día se lo encontrará para la mala fortuna del cervatillo. Continúa royendo esos huesos que le dieron tanta carne y ahora casi mondos, le ofrecen entretenimiento en su filosófica soledad. Fuerte, muy fuerte; aún puede perseguir y vencer al venado, al caribú, al alce. Viejo, muy viejo; tres compañeras, tres dolores, tres pérdidas. Recuerda con cariño al lobo rojo, su hermano, al pequeño lobezno gris casi negruzco, saltarín, bullicioso, juguetón, alegre, a su hermoso cachorro blanco de ojos inmensamente grises y tristes y a su bella loba roja, aquélla quien le prometió ayudar a su hijo a cazar y llenar de lobeznos la cueva ancestral. La voz nuevamente, cantarina, pero ésta vez un poco más cerca.
Un oyamel retorcido y viejo, ése que tantas veces regó con su acre orina para marcar su territorio y vedarlo para otros lobos le ofrece un atisbadero excelente. Ha llegado a su nariz un olor desconocido, suave y prístino, como esos nomeolvides en los que acostumbra revolcarse de puro placer en las primaveras. Experimentado, muy experimentado; sabe que cualquier animal que sea el que emite ése sonido, potencialmente es carne para consumir, sangre para beber, olores nuevos, sabores diferentes. Ha logrado localizar con su aguda vista un atisbo del movimiento de un cuerpo entre los árboles lejanos, una forma no registrada en sus ancestrales instintos de depredador nato, diseñado para matar y disfrutar la cacería.
Se acerca al rodeo por contraviento, como tantas veces a tantas presas abatidas, corriendo con paso firme, usando el andar de su especie, trancos largos y cuidadosamente controlados por generaciones incontables de eficientes cazadores; una niña, vestida de negro y azul, el pecho adornado con flores se presenta ante los ojos verdes que pueden significar su muerte, con la total inocencia de la presa que no sabe que es acechada. Un salto. La suerte no está de su lado, cae estrepitosamente al lado de la inocente criatura, que conmovida se acerca inocente y confiadamente al enorme lobo. Éste se ha aturdido, en parte por el golpe errado, en parte por la belleza y profundidad de los ojos de la niña, café como la tierra húmeda, inocentes como las flores de la montaña, suaves como la brisa del verano, claros como su arroyuelo preferido.
La niña lo rodea con sus brazos, le canta canciones que él no entiende, le proporciona un calor desconocido o casi olvidado; no se revuelve a pelear a muerte, como esa ocasión que mató al lobo que tuvo el atrevimiento de atacarlo por disputarle a su compañera, no aúlla desafiante como el momento en que lo declararon proscrito y solitario como castigo a la muerte del lobo atrevido, no gruñó enseñando los dientes en franca rabia como el momento de abandonar para siempre el valle de su última compañera. Simplemente y en contra de su naturaleza y su instinto, se dejó abrazar.
La inocente niña, ahora estrechando más fuertemente al depredador que pudo haberle quitado la vida, lo mira a los ojos con ternura; “¿quieres ser mi amigo, lobito?” embriaga al cánido con su cantarina voz. Lo abraza aún más tiernamente y para sorpresa del cazador, lo besa en el mortal hocico. Ese beso ha sido su perdición. Ahora, el cazador ha sido cazado, el depredador ha sido amansado por la sorpresiva ternura del beso de la hermosa niña. Está dispuesto a seguirla, protegerla, amarla, proveerla, ayudarla. Las flores que adornan el pelo de la nena le cortan el aliento, le llenan de su perfume el negro manto de su pelaje. Está a merced de sus ojos, sus brazos, su boca. La sigue, confiado en que no será herido ni maltratado, que será amado, que será comprendido en su instinto y en su naturaleza.
Pero lo que no sabe la niña es que por siempre y para siempre seguirá siendo un cazador muy peligroso, mortal, indomable, indómito. Fuerte, viejo, experimentado. Pero nunca más solo.
Éste cuentecillo lo escribí hace mucho para una mujercita que me destrozó el corazón. Pero ha tenido mucha aceptación en mi ex-blog de MSN, por lo que transcribo literalmente éste contenido. Disfrútenlo.
Llegó con el viento, una suave brisa le acercó el sonido de una voz. Suave, dulce, inocente. Venteó en la dirección del desconocido sonido. Nada. Tal vez algún venadillo haciendo pie en la vida, algún día se lo encontrará para la mala fortuna del cervatillo. Continúa royendo esos huesos que le dieron tanta carne y ahora casi mondos, le ofrecen entretenimiento en su filosófica soledad. Fuerte, muy fuerte; aún puede perseguir y vencer al venado, al caribú, al alce. Viejo, muy viejo; tres compañeras, tres dolores, tres pérdidas. Recuerda con cariño al lobo rojo, su hermano, al pequeño lobezno gris casi negruzco, saltarín, bullicioso, juguetón, alegre, a su hermoso cachorro blanco de ojos inmensamente grises y tristes y a su bella loba roja, aquélla quien le prometió ayudar a su hijo a cazar y llenar de lobeznos la cueva ancestral. La voz nuevamente, cantarina, pero ésta vez un poco más cerca.
Un oyamel retorcido y viejo, ése que tantas veces regó con su acre orina para marcar su territorio y vedarlo para otros lobos le ofrece un atisbadero excelente. Ha llegado a su nariz un olor desconocido, suave y prístino, como esos nomeolvides en los que acostumbra revolcarse de puro placer en las primaveras. Experimentado, muy experimentado; sabe que cualquier animal que sea el que emite ése sonido, potencialmente es carne para consumir, sangre para beber, olores nuevos, sabores diferentes. Ha logrado localizar con su aguda vista un atisbo del movimiento de un cuerpo entre los árboles lejanos, una forma no registrada en sus ancestrales instintos de depredador nato, diseñado para matar y disfrutar la cacería.
Se acerca al rodeo por contraviento, como tantas veces a tantas presas abatidas, corriendo con paso firme, usando el andar de su especie, trancos largos y cuidadosamente controlados por generaciones incontables de eficientes cazadores; una niña, vestida de negro y azul, el pecho adornado con flores se presenta ante los ojos verdes que pueden significar su muerte, con la total inocencia de la presa que no sabe que es acechada. Un salto. La suerte no está de su lado, cae estrepitosamente al lado de la inocente criatura, que conmovida se acerca inocente y confiadamente al enorme lobo. Éste se ha aturdido, en parte por el golpe errado, en parte por la belleza y profundidad de los ojos de la niña, café como la tierra húmeda, inocentes como las flores de la montaña, suaves como la brisa del verano, claros como su arroyuelo preferido.
La niña lo rodea con sus brazos, le canta canciones que él no entiende, le proporciona un calor desconocido o casi olvidado; no se revuelve a pelear a muerte, como esa ocasión que mató al lobo que tuvo el atrevimiento de atacarlo por disputarle a su compañera, no aúlla desafiante como el momento en que lo declararon proscrito y solitario como castigo a la muerte del lobo atrevido, no gruñó enseñando los dientes en franca rabia como el momento de abandonar para siempre el valle de su última compañera. Simplemente y en contra de su naturaleza y su instinto, se dejó abrazar.
La inocente niña, ahora estrechando más fuertemente al depredador que pudo haberle quitado la vida, lo mira a los ojos con ternura; “¿quieres ser mi amigo, lobito?” embriaga al cánido con su cantarina voz. Lo abraza aún más tiernamente y para sorpresa del cazador, lo besa en el mortal hocico. Ese beso ha sido su perdición. Ahora, el cazador ha sido cazado, el depredador ha sido amansado por la sorpresiva ternura del beso de la hermosa niña. Está dispuesto a seguirla, protegerla, amarla, proveerla, ayudarla. Las flores que adornan el pelo de la nena le cortan el aliento, le llenan de su perfume el negro manto de su pelaje. Está a merced de sus ojos, sus brazos, su boca. La sigue, confiado en que no será herido ni maltratado, que será amado, que será comprendido en su instinto y en su naturaleza.
Pero lo que no sabe la niña es que por siempre y para siempre seguirá siendo un cazador muy peligroso, mortal, indomable, indómito. Fuerte, viejo, experimentado. Pero nunca más solo.
Éste cuentecillo lo escribí hace mucho para una mujercita que me destrozó el corazón. Pero ha tenido mucha aceptación en mi ex-blog de MSN, por lo que transcribo literalmente éste contenido. Disfrútenlo.
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