Fábula del Cerdito, del Puercoespín y la búsqueda de dios.
Un cerdito y un pequeño puercoespín estaban sentados en una bañera, riéndose con todas sus fuerzas. Siempre hacían eso cuando el sol brillaba o cuando la lluvia caía sobre la tierra.
"Oye, ¡¿Acaso no la estamos pasando muy bien?!", dijo Cerdito.
"¡No puede ser mejor!", respondió Puercoespín, y extendió sus brazos hasta donde más no podía. "¡Podría abrazar a todo el mundo!"
"¡Brillante idea!", respondió Cerdito. "Pero primero vamos a recoger algunas manzanas. Estoy hambriento."
"Bueno", dijo Puercoespín.
En cuanto ambos habían salido de la casa, notaron algo extraño. Durante la noche, alguien había pegado un cartel en la pared de su casa. "A quien no conoce a Dios, ¡le falta algo!", decía el cartel. Cerdito se lo leyó a Puercoespín, que no había prestado mucha atención en la escuela.
"Cerdito, ¿tú conoces a Dios?", preguntó Puercoespín.
"No", respondió Cerdito.
"Ni yo", dijo Puercoespín.
Esto les causó mucho miedo a los dos. ¡No sabían que se estaban perdiendo de algo! Así que comenzaron a ir en busca de Dios. "Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito a todos los animales que se atravesaron en su camino. Pero nadie había oído hablar de un Dios; ni Ganso, ni Conejo, ni siquiera Topo. Pero el astuto Zorro conocía la respuesta.
"Una vez oí a unos seres humanos discutiendo acerca de Dios", dijo Zorro. "Ellos le han construido unos edificios muy grandes allá, en el Monte de los Templos".
"¿De qué estaban discutiendo?", preguntó Puercoespín.
"Creo que ellos no se ponían de acuerdo en cuál de los edificios vivía en verdad el señor Dios", respondió Zorro y añadió muy despacio: "Si quieren un consejo, creo que no deberían ir allá !Las personas de allí no están muy bien de la cabeza!"
Cerdito y Puercoespín, tan bien educados como eran, agradecieron a Zorro por sus buenos consejos. Pero ellos eran tan curiosos que, a pesar de la advertencia, subieron la montaña. ¡Tenían que saber de lo que se estaban perdiendo! Tan pronto como llegaron a la cima, descubrieron tres grandes edificios que se encontraban uno al lado del otro. Ellos nunca habían visto nada tan enorme.
"Este Señor Dios debe ser gigantesco si necesita edificios tan grandes como estos!", dijo Puercoespín, y le entró un poco de miedo: "Cerdito, ¿no crees que mejor deberíamos volver a casa?"
"¡De ninguna manera, Puercoespín!", dijo Cerdito. "Ahora que hemos llegado tan lejos ¡debemos conocer al Señor!"
Eso sonaba muy valiente, pero en secreto, Cerdito también estaba un poco asustado. Pero no quería que Puercoespín se diera cuenta. Puercoespín y Cerdito se acercaron al primer edificio. Un hombre con un gracioso sombrero negro y largos rizos estaba parado frente a ella.
"¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito.
"Este es el Templo del Señor, una sinagoga", explicó el hombre. Y él sabía de lo que estaba hablando, porque aquel hombre era un "rabino", un sabio judío.
"¡Qué bien!", dijo Puercoespín. "¿Está el señor en casa? ¿Podríamos tener una breve charla con él? No tomará mucho tiempo… "
"¡Sólo si tu madre es judía!", respondió el rabino.
"¿Judía?", preguntó Puercoespín. "¡Mi madre es una Puercoespina!"
"Y la mía una porcina", agregó Cerdito.
"¡Lo siento!", dijo el rabino. "Sólo los Judíos pueden entrar en el templo durante esta ceremonia. ¡Y los cerditos no pueden entrar nunca!"
"¡Eso no es nada amable!", dijo Cerdito.
"¡Dios, el Todopoderoso, no es amable!", explicó el rabino. "Él es todo conocimiento y también puede ser muy afectuoso, ¡pero también puede enojarse mucho cuando no sigues sus diez mandamientos!" Y para demostrar esto, les contó la historia del gran diluvio.
"Un día", dijo el rabino, "Dios, el Señor, se enojó tanto con los hombres que decidió destruir toda vida sobre la Tierra."
"¿Toda vida?", preguntó Cerdito asombrado. "¿Todos los bebés, los abuelitos y todos los animales? ¿cerditos, puercoespínes, mariposas y conejillos de indias también?
"Sí, toda vida", respondió el rabino. "Con excepción de una pareja de cada especie. Dios escogió a Noé para que reuniera a todos estos animales en su barco, el Arca de Noé. Entonces Dios dejó que lloviera durante mucho tiempo hasta que todos los demás seres humanos y los demás animales se ahogaron".
Puercoespín y Cerdito guardaron silencio por un momento. No les era posible imaginar tantos bebés, abuelitos, cerditos, puercoespines y conejillos de indias ahogados.
"¡Eso es muy malo!", pensó Cerdito y decidió que le pisaría muy fuerte el pie al Señor Dios en caso de que lo conociese alguna vez.
"¿Qué cosa tan mala hicieron los seres humanos para tener que ser ahogados?", quería saber Puercoespín.
"¡Ellos le rezaron a otros dioses!", respondió el rabino.
"Oh, ¿de modo que hay otros dioses?", se sorprendió Puercoespín.
"¡No!", dijo el rabino. "Los seres humanos solo los imaginaron. En realidad, esos dioses existen sólo como fantasmas, como rayas azules y verdes en las cabezas de algunas personas… "
"Oh", dijo Cerdito. Y pensó por un momento. "Si el hombre puede imaginar dioses", dijo muy despacio, "¿cómo sabemos que usted no imagina a su Dios también?"
¡Esa era una muy buena pregunta de Cerdito! Pero, por desgracia, al rabino no le gustó en lo más mínimo. Se enojó terriblemente y comenzó a vociferar tan fuerte que Puercoespín y Cerdito tuvieron que escapar tan rápido como pudieron.
"Apuesto a que sólo inventó la historia para asustarnos!", dijo agitado Cerdito mientras huían. "Pero, ¿quién podría ser tan tonto para creer una historia así?" "Bueno, yo te aseguro que no creo en un Dios que ahoga conejillos de indias ¡sólo porque algunas personas ven fantasmas!", dijo Puercoespín.
Y así, ambos se dirigieron al segundo edificio. "Venid a mí todos ustedes que están débiles y agobiados!", decía el hombre que estaba parado delante del edificio. Vestía una graciosa gorra púrpura sobre la cabeza y una extraña prenda que llegaba hasta el suelo. "¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito al hombre. Resultó que él era un verdadero obispo, así que él sabía de lo que estaba hablando.
"Esta es la casa de Dios, ¡una iglesia!", explicó el obispo. "Cuando nos reunimos en el nombre del Señor, ¡Él está en medio de nosotros!"
"¡Bien!", dijo Puercoespín. Y caminaron hacia la iglesia.
Estaba muy oscuro adentro y también olía un poco raro. "Entonces, ¿dónde está este Señor Dios?", preguntó Cerdito.
El obispo apuntó hacia la parte delantera. Puercoespín y Cerdito vieron una espeluznante imagen de un hombre semidesnudo cuyas manos y pies estaban clavados a una cruz con grandes clavos puntiagudos. En la cabeza, el hombre llevaba una corona de espinas y su cuerpo estaba cubierto de sangre por todas partes.
"¡Ay!", dijo Puercoespín. "¿Eso no dolerá bastante?"
"Dios, el Señor, nos envió a su hijo, Jesucristo, ¡que murió en la cruz por nuestros pecados!", explicó el obispo.
"Oh, el Señor no tenía que haber hecho eso", dijo Cerdito. "Puercoespín y yo siempre hemos sido buenos…"
"¡El Señor limpió nuestros pecados con la sangre de Jesús!", dijo el obispo.
"¿Con sangre?... ¡Qué asco!", respondió Cerdito. "Y yo que siempre pensé que debía lavarme con jabón", se preguntaba Puercoespín.
"Dios nos dio una buena noticia: si lo seguimos, ¡el reino de los cielos nos estará esperando!", dijo el obispo.
"Bueno, ¡la gente aquí no parece muy feliz!", pensó Cerdito. "¡Más bien parece como si estuvieran muy tristes!"
No. Cerdito no quería quedarse allí por más tiempo. Pero entonces descubrió algo que le llamó mucho la atención: ¡Montones de galletas! Estaban servidas en un gran plato de oro que estaba sobre la mesa, en la parte delantera. Y dado que Cerdito estaba con hambre aún, se metió algunas en la boca rápidamente.
¡Pero esto no le gusto nadita al obispo! "Por el amor de Dios, ¿qué estas haciendo!", gritó furiosamente.
"Estoy comiendo unas galletas porque estoy muy hambriento", dijo Cerdito.
"Pero estas no son galletas, ¡son el cuerpo de Cristo!", exclamó el obispo. Señaló al hombre en la cruz: "¡Es la carne de Jesús, que se sacrificó por nosotros!"
Oh, ¡eso hizo que Cerdito se sintiera muy mal! A él le gustaba comer manzanas y zanahorias, también hongos, ¡pero no un hombre que había muerto hace muchos años! Rápidamente, escupió las extrañas galletas y tomó de la mano a Puercoespín.
"¡Vayámonos de aquí inmediatamente!", exclamó. "¡Estos son caníbales! Si se comen al hijo del Señor Dios, quién sabe lo que harán con pequeños puercoespines y cerditos… "
Después de salir de la iglesia, Cerdito y Puercoespín no se sentían con ánimos de visitar el tercer edificio. Pero por otro lado, todavía querían saber de lo que se estaban perdiendo. Así que juntaron todas sus fuerzas y lo intentaron por última vez. Un hombre con una abundante barba estaba parado delante del tercer edificio. Él se había puesto un paño en la cabeza, lo que hizo que Puercoespín recordara a su abuela Frida. Aunque, por supuesto, la abuela Frida no tenía barba.
"¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito. "En esta mezquita encontrarán a Alá, el Señor", dijo el hombre. Él debía saber, porque era un mufti, un estudioso islámico. "¡Pasen!", dijo el muftí.
"Tengo curiosidad por lo que nos espera aquí", susurró Puercoespín mientras entraban en la mezquita cruzando la gigantesca puerta. Cerdito asintió con la cabeza mostrando también su curiosidad.
"Para conocer a Dios, es decir Alá, tienen que hacerse musulmanes!", explicó el muftí.
"¿Y cómo me hago musulmán?", preguntó muy curioso Puercoespín.
"Bueno, en primer lugar, tendría que ser capaz de repetir la declaración de fe islámica", explicó el muftí. "Y debe seguir fielmente los mandamientos de Alá. En primer lugar, ¡debe orar cinco veces al día!"
"¿Cinco veces?", preguntó Cerdito.
"Sí", respondió el muftí. "Y, antes de cada oración, ¡siempre deben asearse cuidadosamente!"
"¿Lavarme cinco veces al día?" decía Puercoespín mientras parpadeaba repetidamente. "Eso significa lavarme treinta y cinco veces a la semana, ¡y ciento cincuenta veces al mes!" A Puercoespín le hubiera gustado calcular cuántas veces serían al año, pero eso era demasiado difícil para él.
"Sorprendente, ¿el Señor Dios tiene una manía por la limpieza?", se preguntó Cerdito a sí mismo. Meterse a la bañera con Puercoespín una vez a la semana era necesario y suficiente, ¡pero no treinta y cinco veces!
"¡Yo no rezaría cinco veces al día!", dijo Puercoespín. "¡Tengo otras cosas que hacer!"
"¡Entonces no puede ser musulmán!", explicó el muftí.
"Bueno, ¡entonces me quedaré así nada más!", dijo Puercoespín encogiendo sus hombros. "No creo que sea tan malo…"
"¿¡No tan malo!?", los ojos del muftí destellaban. "¡Si no obedecen al Señor, terminarán en el infierno y se quemarán ahí por siempre!"
"¿Sólo porque no nos lavamos tan seguido?", se preguntó Cerdito.
"¡Porque estarían faltando a los mandamientos que Alá le dio al profeta Mahoma!", dijo el muftí.
"Bueno, ¿y quién sabe si Mahoma sólo inventó todo eso?", preguntó Cerdito. "Tal vez él no era un profeta en realidad, y sólo se estaba burlando de usted…"
Oh, ¡hubiera sido mejor si Cerdito no hubiese dicho tales cosas! Porque ahora el muftí estaba herido en sus sentimientos. "¡Ustedes, malignos no creyentes!", gritó mientras se dirigía apresuradamente hacia Cerdito y Puercoespín. Ambos corrían a la salida de la mezquita lo más rápido que podían.
Pero, ¡oh sorpresa!: afuera, el rabino y el obispo ya los estaban esperando. "¡Atrápenlos!", exclamó el rabino. "¡Ellos han blasfemado!"
"¡Y han profanado el cuerpo de Cristo!", vociferó el obispo.
"¡Y también han insultado al profeta!", gritó el muftí, quien recién salía corriendo de la mezquita.
Puercoespín y Cerdito estaban paralizados de miedo. "oh-oh, ¡creo que estamos en serios problemas!", tartamudeó Cerdito.
"¡Están poseídos por el demonio, pero yo los exorcizare muy pronto!", gimió el obispo.
"¡No lo harás! ¡Nosotros hemos exorcizado demonios mucho antes que ustedes existieran!", respondió el rabino.
"¡El profeta fue el primero en mostrar cómo se trata apropiadamente a los no creyentes! ", respondió el muftí. "¡De cualquier manera, nuestro infierno es mucho más caliente que el suyo!"
"¿¡Qué mejilla!?", exclamó el obispo, y golpeó al muftí con la Biblia en la cabeza. "¡Nuestro infierno es el peor de los peores!"
Y así, una discusión muy seria surgió entre los tres siervos de Dios. Poco después ya se golpeaban tan fuerte que no se dieron cuenta de que Cerdito y Puercoespín se escapaban a escondidillas.
Cuando llegaron a casa, Puercoespín dijo: "Cerdito, ya sé qué nos estaba faltando todo el tiempo… "
"¿Qué es?", preguntó Cerdito.
"¡Sin Dios no tenemos miedo!", dijo Puercoespín.
"¡Así es!", dijo Cerdito. "Pero, ¿extrañas el miedo?"
"¡No!", respondió Puercoespín. "¡El Señor Dios y sus raros servidores pueden permanecer bien lejos de mí!"
Puercoespín y Cerdito, una vez más, observaron el misterioso cartel. "¡Yo creo que sólo sobra una palabra!", dijo Cerdito, y tachó la palabra "no" con un plumón grueso. "De hecho, debería decir: A quien conoce a Dios, ¡le falta algo!" justo aquí…", dijo Cerdito, mientras se tocaba la frente y reía.
Puercoespín asintió con aprobación: "¡La gente del Monte de los Templos están locos de verdad! ¡Yo creo que Dios no existe! Y si existiese, ¡seguramente no viviría en esos fantasmales edificios!"
"Claro, ¡tienes toda la razón, Puercoespín!", dijo Cerdito. "Pero ¿qué vamos a hacer ahora con el cartel? ¿Lo dejamos colgando aquí?"
"¡No!", respondió Puercoespín. "¡Tengo una mejor idea!" Y arrancó el cartel de la pared y lo utilizo para hacer muchos aviones de papel.
Después, Puercoespín y Cerdito dejaron que los aviones volaran muy alto en el cielo.
¡Eso fue muy divertido! Finalmente nuestros dos amigos pudieron, una vez más, reírse con todas sus fuerzas. Así como hacían siempre cuando el sol brillaba o cuando la lluvia caía sobre la tierra.
-FIN-
Robado de una nota de Facebook de mi amigo Fernando Rodríguez AKA Samsamito o el Guajolojet.
"Oye, ¡¿Acaso no la estamos pasando muy bien?!", dijo Cerdito.
"¡No puede ser mejor!", respondió Puercoespín, y extendió sus brazos hasta donde más no podía. "¡Podría abrazar a todo el mundo!"
"¡Brillante idea!", respondió Cerdito. "Pero primero vamos a recoger algunas manzanas. Estoy hambriento."
"Bueno", dijo Puercoespín.
En cuanto ambos habían salido de la casa, notaron algo extraño. Durante la noche, alguien había pegado un cartel en la pared de su casa. "A quien no conoce a Dios, ¡le falta algo!", decía el cartel. Cerdito se lo leyó a Puercoespín, que no había prestado mucha atención en la escuela.
"Cerdito, ¿tú conoces a Dios?", preguntó Puercoespín.
"No", respondió Cerdito.
"Ni yo", dijo Puercoespín.
Esto les causó mucho miedo a los dos. ¡No sabían que se estaban perdiendo de algo! Así que comenzaron a ir en busca de Dios. "Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito a todos los animales que se atravesaron en su camino. Pero nadie había oído hablar de un Dios; ni Ganso, ni Conejo, ni siquiera Topo. Pero el astuto Zorro conocía la respuesta.
"Una vez oí a unos seres humanos discutiendo acerca de Dios", dijo Zorro. "Ellos le han construido unos edificios muy grandes allá, en el Monte de los Templos".
"¿De qué estaban discutiendo?", preguntó Puercoespín.
"Creo que ellos no se ponían de acuerdo en cuál de los edificios vivía en verdad el señor Dios", respondió Zorro y añadió muy despacio: "Si quieren un consejo, creo que no deberían ir allá !Las personas de allí no están muy bien de la cabeza!"
Cerdito y Puercoespín, tan bien educados como eran, agradecieron a Zorro por sus buenos consejos. Pero ellos eran tan curiosos que, a pesar de la advertencia, subieron la montaña. ¡Tenían que saber de lo que se estaban perdiendo! Tan pronto como llegaron a la cima, descubrieron tres grandes edificios que se encontraban uno al lado del otro. Ellos nunca habían visto nada tan enorme.
"Este Señor Dios debe ser gigantesco si necesita edificios tan grandes como estos!", dijo Puercoespín, y le entró un poco de miedo: "Cerdito, ¿no crees que mejor deberíamos volver a casa?"
"¡De ninguna manera, Puercoespín!", dijo Cerdito. "Ahora que hemos llegado tan lejos ¡debemos conocer al Señor!"
Eso sonaba muy valiente, pero en secreto, Cerdito también estaba un poco asustado. Pero no quería que Puercoespín se diera cuenta. Puercoespín y Cerdito se acercaron al primer edificio. Un hombre con un gracioso sombrero negro y largos rizos estaba parado frente a ella.
"¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito.
"Este es el Templo del Señor, una sinagoga", explicó el hombre. Y él sabía de lo que estaba hablando, porque aquel hombre era un "rabino", un sabio judío.
"¡Qué bien!", dijo Puercoespín. "¿Está el señor en casa? ¿Podríamos tener una breve charla con él? No tomará mucho tiempo… "
"¡Sólo si tu madre es judía!", respondió el rabino.
"¿Judía?", preguntó Puercoespín. "¡Mi madre es una Puercoespina!"
"Y la mía una porcina", agregó Cerdito.
"¡Lo siento!", dijo el rabino. "Sólo los Judíos pueden entrar en el templo durante esta ceremonia. ¡Y los cerditos no pueden entrar nunca!"
"¡Eso no es nada amable!", dijo Cerdito.
"¡Dios, el Todopoderoso, no es amable!", explicó el rabino. "Él es todo conocimiento y también puede ser muy afectuoso, ¡pero también puede enojarse mucho cuando no sigues sus diez mandamientos!" Y para demostrar esto, les contó la historia del gran diluvio.
"Un día", dijo el rabino, "Dios, el Señor, se enojó tanto con los hombres que decidió destruir toda vida sobre la Tierra."
"¿Toda vida?", preguntó Cerdito asombrado. "¿Todos los bebés, los abuelitos y todos los animales? ¿cerditos, puercoespínes, mariposas y conejillos de indias también?
"Sí, toda vida", respondió el rabino. "Con excepción de una pareja de cada especie. Dios escogió a Noé para que reuniera a todos estos animales en su barco, el Arca de Noé. Entonces Dios dejó que lloviera durante mucho tiempo hasta que todos los demás seres humanos y los demás animales se ahogaron".
Puercoespín y Cerdito guardaron silencio por un momento. No les era posible imaginar tantos bebés, abuelitos, cerditos, puercoespines y conejillos de indias ahogados.
"¡Eso es muy malo!", pensó Cerdito y decidió que le pisaría muy fuerte el pie al Señor Dios en caso de que lo conociese alguna vez.
"¿Qué cosa tan mala hicieron los seres humanos para tener que ser ahogados?", quería saber Puercoespín.
"¡Ellos le rezaron a otros dioses!", respondió el rabino.
"Oh, ¿de modo que hay otros dioses?", se sorprendió Puercoespín.
"¡No!", dijo el rabino. "Los seres humanos solo los imaginaron. En realidad, esos dioses existen sólo como fantasmas, como rayas azules y verdes en las cabezas de algunas personas… "
"Oh", dijo Cerdito. Y pensó por un momento. "Si el hombre puede imaginar dioses", dijo muy despacio, "¿cómo sabemos que usted no imagina a su Dios también?"
¡Esa era una muy buena pregunta de Cerdito! Pero, por desgracia, al rabino no le gustó en lo más mínimo. Se enojó terriblemente y comenzó a vociferar tan fuerte que Puercoespín y Cerdito tuvieron que escapar tan rápido como pudieron.
"Apuesto a que sólo inventó la historia para asustarnos!", dijo agitado Cerdito mientras huían. "Pero, ¿quién podría ser tan tonto para creer una historia así?" "Bueno, yo te aseguro que no creo en un Dios que ahoga conejillos de indias ¡sólo porque algunas personas ven fantasmas!", dijo Puercoespín.
Y así, ambos se dirigieron al segundo edificio. "Venid a mí todos ustedes que están débiles y agobiados!", decía el hombre que estaba parado delante del edificio. Vestía una graciosa gorra púrpura sobre la cabeza y una extraña prenda que llegaba hasta el suelo. "¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito al hombre. Resultó que él era un verdadero obispo, así que él sabía de lo que estaba hablando.
"Esta es la casa de Dios, ¡una iglesia!", explicó el obispo. "Cuando nos reunimos en el nombre del Señor, ¡Él está en medio de nosotros!"
"¡Bien!", dijo Puercoespín. Y caminaron hacia la iglesia.
Estaba muy oscuro adentro y también olía un poco raro. "Entonces, ¿dónde está este Señor Dios?", preguntó Cerdito.
El obispo apuntó hacia la parte delantera. Puercoespín y Cerdito vieron una espeluznante imagen de un hombre semidesnudo cuyas manos y pies estaban clavados a una cruz con grandes clavos puntiagudos. En la cabeza, el hombre llevaba una corona de espinas y su cuerpo estaba cubierto de sangre por todas partes.
"¡Ay!", dijo Puercoespín. "¿Eso no dolerá bastante?"
"Dios, el Señor, nos envió a su hijo, Jesucristo, ¡que murió en la cruz por nuestros pecados!", explicó el obispo.
"Oh, el Señor no tenía que haber hecho eso", dijo Cerdito. "Puercoespín y yo siempre hemos sido buenos…"
"¡El Señor limpió nuestros pecados con la sangre de Jesús!", dijo el obispo.
"¿Con sangre?... ¡Qué asco!", respondió Cerdito. "Y yo que siempre pensé que debía lavarme con jabón", se preguntaba Puercoespín.
"Dios nos dio una buena noticia: si lo seguimos, ¡el reino de los cielos nos estará esperando!", dijo el obispo.
"Bueno, ¡la gente aquí no parece muy feliz!", pensó Cerdito. "¡Más bien parece como si estuvieran muy tristes!"
No. Cerdito no quería quedarse allí por más tiempo. Pero entonces descubrió algo que le llamó mucho la atención: ¡Montones de galletas! Estaban servidas en un gran plato de oro que estaba sobre la mesa, en la parte delantera. Y dado que Cerdito estaba con hambre aún, se metió algunas en la boca rápidamente.
¡Pero esto no le gusto nadita al obispo! "Por el amor de Dios, ¿qué estas haciendo!", gritó furiosamente.
"Estoy comiendo unas galletas porque estoy muy hambriento", dijo Cerdito.
"Pero estas no son galletas, ¡son el cuerpo de Cristo!", exclamó el obispo. Señaló al hombre en la cruz: "¡Es la carne de Jesús, que se sacrificó por nosotros!"
Oh, ¡eso hizo que Cerdito se sintiera muy mal! A él le gustaba comer manzanas y zanahorias, también hongos, ¡pero no un hombre que había muerto hace muchos años! Rápidamente, escupió las extrañas galletas y tomó de la mano a Puercoespín.
"¡Vayámonos de aquí inmediatamente!", exclamó. "¡Estos son caníbales! Si se comen al hijo del Señor Dios, quién sabe lo que harán con pequeños puercoespines y cerditos… "
Después de salir de la iglesia, Cerdito y Puercoespín no se sentían con ánimos de visitar el tercer edificio. Pero por otro lado, todavía querían saber de lo que se estaban perdiendo. Así que juntaron todas sus fuerzas y lo intentaron por última vez. Un hombre con una abundante barba estaba parado delante del tercer edificio. Él se había puesto un paño en la cabeza, lo que hizo que Puercoespín recordara a su abuela Frida. Aunque, por supuesto, la abuela Frida no tenía barba.
"¿Cómo llego a Dios, por favor?", preguntó Cerdito. "En esta mezquita encontrarán a Alá, el Señor", dijo el hombre. Él debía saber, porque era un mufti, un estudioso islámico. "¡Pasen!", dijo el muftí.
"Tengo curiosidad por lo que nos espera aquí", susurró Puercoespín mientras entraban en la mezquita cruzando la gigantesca puerta. Cerdito asintió con la cabeza mostrando también su curiosidad.
"Para conocer a Dios, es decir Alá, tienen que hacerse musulmanes!", explicó el muftí.
"¿Y cómo me hago musulmán?", preguntó muy curioso Puercoespín.
"Bueno, en primer lugar, tendría que ser capaz de repetir la declaración de fe islámica", explicó el muftí. "Y debe seguir fielmente los mandamientos de Alá. En primer lugar, ¡debe orar cinco veces al día!"
"¿Cinco veces?", preguntó Cerdito.
"Sí", respondió el muftí. "Y, antes de cada oración, ¡siempre deben asearse cuidadosamente!"
"¿Lavarme cinco veces al día?" decía Puercoespín mientras parpadeaba repetidamente. "Eso significa lavarme treinta y cinco veces a la semana, ¡y ciento cincuenta veces al mes!" A Puercoespín le hubiera gustado calcular cuántas veces serían al año, pero eso era demasiado difícil para él.
"Sorprendente, ¿el Señor Dios tiene una manía por la limpieza?", se preguntó Cerdito a sí mismo. Meterse a la bañera con Puercoespín una vez a la semana era necesario y suficiente, ¡pero no treinta y cinco veces!
"¡Yo no rezaría cinco veces al día!", dijo Puercoespín. "¡Tengo otras cosas que hacer!"
"¡Entonces no puede ser musulmán!", explicó el muftí.
"Bueno, ¡entonces me quedaré así nada más!", dijo Puercoespín encogiendo sus hombros. "No creo que sea tan malo…"
"¿¡No tan malo!?", los ojos del muftí destellaban. "¡Si no obedecen al Señor, terminarán en el infierno y se quemarán ahí por siempre!"
"¿Sólo porque no nos lavamos tan seguido?", se preguntó Cerdito.
"¡Porque estarían faltando a los mandamientos que Alá le dio al profeta Mahoma!", dijo el muftí.
"Bueno, ¿y quién sabe si Mahoma sólo inventó todo eso?", preguntó Cerdito. "Tal vez él no era un profeta en realidad, y sólo se estaba burlando de usted…"
Oh, ¡hubiera sido mejor si Cerdito no hubiese dicho tales cosas! Porque ahora el muftí estaba herido en sus sentimientos. "¡Ustedes, malignos no creyentes!", gritó mientras se dirigía apresuradamente hacia Cerdito y Puercoespín. Ambos corrían a la salida de la mezquita lo más rápido que podían.
Pero, ¡oh sorpresa!: afuera, el rabino y el obispo ya los estaban esperando. "¡Atrápenlos!", exclamó el rabino. "¡Ellos han blasfemado!"
"¡Y han profanado el cuerpo de Cristo!", vociferó el obispo.
"¡Y también han insultado al profeta!", gritó el muftí, quien recién salía corriendo de la mezquita.
Puercoespín y Cerdito estaban paralizados de miedo. "oh-oh, ¡creo que estamos en serios problemas!", tartamudeó Cerdito.
"¡Están poseídos por el demonio, pero yo los exorcizare muy pronto!", gimió el obispo.
"¡No lo harás! ¡Nosotros hemos exorcizado demonios mucho antes que ustedes existieran!", respondió el rabino.
"¡El profeta fue el primero en mostrar cómo se trata apropiadamente a los no creyentes! ", respondió el muftí. "¡De cualquier manera, nuestro infierno es mucho más caliente que el suyo!"
"¿¡Qué mejilla!?", exclamó el obispo, y golpeó al muftí con la Biblia en la cabeza. "¡Nuestro infierno es el peor de los peores!"
Y así, una discusión muy seria surgió entre los tres siervos de Dios. Poco después ya se golpeaban tan fuerte que no se dieron cuenta de que Cerdito y Puercoespín se escapaban a escondidillas.
Cuando llegaron a casa, Puercoespín dijo: "Cerdito, ya sé qué nos estaba faltando todo el tiempo… "
"¿Qué es?", preguntó Cerdito.
"¡Sin Dios no tenemos miedo!", dijo Puercoespín.
"¡Así es!", dijo Cerdito. "Pero, ¿extrañas el miedo?"
"¡No!", respondió Puercoespín. "¡El Señor Dios y sus raros servidores pueden permanecer bien lejos de mí!"
Puercoespín y Cerdito, una vez más, observaron el misterioso cartel. "¡Yo creo que sólo sobra una palabra!", dijo Cerdito, y tachó la palabra "no" con un plumón grueso. "De hecho, debería decir: A quien conoce a Dios, ¡le falta algo!" justo aquí…", dijo Cerdito, mientras se tocaba la frente y reía.
Puercoespín asintió con aprobación: "¡La gente del Monte de los Templos están locos de verdad! ¡Yo creo que Dios no existe! Y si existiese, ¡seguramente no viviría en esos fantasmales edificios!"
"Claro, ¡tienes toda la razón, Puercoespín!", dijo Cerdito. "Pero ¿qué vamos a hacer ahora con el cartel? ¿Lo dejamos colgando aquí?"
"¡No!", respondió Puercoespín. "¡Tengo una mejor idea!" Y arrancó el cartel de la pared y lo utilizo para hacer muchos aviones de papel.
Después, Puercoespín y Cerdito dejaron que los aviones volaran muy alto en el cielo.
¡Eso fue muy divertido! Finalmente nuestros dos amigos pudieron, una vez más, reírse con todas sus fuerzas. Así como hacían siempre cuando el sol brillaba o cuando la lluvia caía sobre la tierra.
-FIN-
Robado de una nota de Facebook de mi amigo Fernando Rodríguez AKA Samsamito o el Guajolojet.
Mendigos cerdos fascistas...
ResponderEliminarLos sa-cerdotes, no el puerquito ni el puercoespin :D